Su garrote golpeaba los cráneos, los vientres y las extremidades de los enemigos pensando sólo en preservar la gloria de los dioses y el pueblo azteca.
Hubo una gran confusión en la gran Tenochtitlán cuando los hombres blancos, alojados en las casas de los mexicas desde hacía meses, atacaron al pueblo el 20 de mayo de 1520. Era plena festividad de Tóxcatl en el Templo Mayor cuando las huestes de Pedro de Alvarado (quien se había quedado al frente de los españoles mientras Cortés estaba fuera de la ciudad) atacaron a traición a los aztecas. La historia dice que los llegados de una tierra lejana del otro lado del mar, alertados por los actos que vieron, creyeron que se trataba de una trampa planeada por el Tlatoani Moctezuma y tomaron sus armas.
Ni las oraciones y ritos que se estaban haciendo hacia los dioses Tezcatlipoca y Huitzilopochtli lograron que éstos salvaran a los mexicas de la matanza: las flechas y espadas de los invasores tiñeron de sangre el suelo frente al Templo Mayor. El pueblo se levantó en contra de su emperador al ver que éste se negaba a atacar a sus huéspedes y según la versión oficial, una piedra en su cabeza lo hirió de muerte.
Hasta la vecina Tlatelolco llegaron las noticias de la revuelta. Presurosos, los capitanes al mando de sus ejércitos se lanzaron hacia el centro de la capital del Imperio Mexica para hacer frente a los futuros conquistadores. Sobre todo, hubo tres valientes hombres que con su determinación y bravura dieron ejemplo de cómo hacer frente al enemigo. El historiador Miguel León Portilla narra en su libro Visión de los vencidos:
«Sólo hubo tres capitanes que nunca retrocedieron. Nada les importaban los enemigos; ningún aprecio tenían de sus propios cuerpos. El nombre de uno es Tzoyectzin, el del segundo es Temoctzin y el del tercero es el del mentado Tzilacatzin».
La pelea fue salvaje: los mexicas arremetieron con valor, usando sus garrotes, lanzas y escudos contra los españoles, quienes también sabían mucho del arte de la guerra. Sin embargo, se vieron sorprendidos y atemorizados ante la sombra del recién llegado Tzilacatzin, un guerrero y capitán de origen otomí que era temido entre los aztecas mismos y los pueblos vecinos por su fuerza e invencible destreza en el uso de armas.
Tzilacatzin, de musculatura fuerte y de pensamiento salvaje pero honorable en la guerra, destrozó con garrote y manos las armaduras y huesos de los soldados españoles que se atrevían a desafiarlo. De su garganta emergían gritos de guerra y palabras que juraban apartar de su camino a cuanto hombre blanco se le pusiera enfrente. Pensando en que su deber como guerrero era salvaguardar a su gente, logró repeler a los españoles y provocar su agotamiento.
«Pero cuando los españoles se cansaron, cuando nada podían hacer a los mexicanos, ya no podían romper las filas de los mexicanos, luego se fueron, se metieron a sus cuarteles, fueron a tomar reposo».
Pedro de Alvarado, impresionado por lo que acababa de ver de este gran guerrero, sintió muy en su interior un gran respeto, pero a la vez un agudo odio hacia este hombre que parecía indestructible. Alvarado no se enfrentó de manera directa ante él, pero le bastó ver su coraje de lejos para saber que todos los días rezaría a Dios y su hijo Jesús para nunca tener que medirse ante aquel coloso. Fue así que ordenó que uno de los navíos surcara el lago para ir en búsqueda de este hombre a Tlatelolco.
«El capitán mexica Tzilacatzin Tzilacatzin gran capitán, muy macho, llega luego. Trae consigo bien sostenidas tres piedras: tres grandes piedras, redondas, piedras con que se hacen muros o sea piedras de blanca roca. Una en la mano la lleva, las otras dos en sus escudos. Luego con ellas ataca, las lanza a los españoles: ellos iban en el agua, estaban dentro del agua y luego se repliegan».
No fue la primera vez que el feroz Tzilacatzin lograba un repliegue de las tropas españolas. Muy en su interior yacía el deseo de que la gloriosa Tenochtitlán y sus zonas aledañas se mantuvieran en pie libres del asedio español. «Lucharemos como sea necesario para que estos hombres, que han derramado sangre sobre nuestro suelo, caigan derrotados. ¡Nuestros dioses y nuestros antepasados nos ayudarán en esta tarea!», gritó el guerrero en uno de tantos discursos que clamó antes de las sucesivas batallas contra los españoles.
En los meses posteriores a la matanza del Templo Mayor, incluyendo aquel mítico enfrentamiento en los caminos hacia Tenochtitlán en que se logró la expulsión momentánea de los españoles en la madrugada del 30 de junio y el 1 de julio de 1521, el otomí se distinguió como uno de los grandes líderes mexicas. Era capaz de pelear contra tres españoles al mismo tiempo y asesinarlos de manera hábil y feroz. Su garrote no tenía misericordia: golpeaba los cráneos, los vientres y las extremidades de los enemigos pensando sólo en vencer y en preservar la gloria de los dioses y el pueblo azteca.
Los españoles planeaban la mejor manera de someterlo, pero no existía estrategia alguna que funcionara contra la ferocidad de este hombre, que incluso osó pedir un enfrentamiento directo contra el mismo Cortés en una lucha mano a mano. El capitán, por supuesto, jamás atendió el reto lanzado por el otomí.
«Por eso no tenía en cuenta al enemigo, quien bien fuera, aunque fueran españoles: en nada los estimaba sino que a todos llenaba de pavor. Cuando veían a Tzilacatzin nuestros enemigos luego se amedrentaban y procuraban con esfuerzo ver en qué forma lo mataban, ya fuera con una espada, o ya fuera con tiro de arcabuz».
En cada batalla, Tzilacatzin se hacía consciente del terrible miedo que infundía en los españoles y sus aliados, pero también de que ya era considerado el rival a vencer. Por ello es que en cada enfrentamiento se vestía de diferente manera para evitar ser reconocido por quienes querían terminar con su vida. «Nunca dejaré atraparme. Y si un día ellos lo consiguen, pediré morir sacrificado o con un golpe del arma que contra ellos he usado», decía a sus compañeros de batalla.
«Otras veces se disfrazaba en esta forma: se ponía un casco de plumas, con un rapacejo abajo, con su colgajo del Águila que le colgaba al cogote. Era el atavío con que se aderezaba el que iba a echar víctimas al fuego».
Este indómito guerrero soportó de pie, con heridas y sin ellas, enfermo o sano, hambriento o saciado, los largos meses de batallas que siguieron hasta la inevitable caída de los mexicas el 13 de agosto de 1521. Su corazón se llenaba de profunda tristeza cuando veía que los tlaxcaltecas y otros pueblos que debieron aliarse en una misma causa, pensaba, hicieron frente común con los conquistadores debido al rencor que tenían hacia los mexicas. «¡Hoy, ellos y nosotros, y todos los que vivimos en este territorio sagrado, deberíamos luchar contra los que han querido someternos!», gritaba Tzilacatzin.
Así como sus diferentes vestimentas surtieron efecto en el campo de batalla, donde sus mortíferos golpes destrozaron varias veces al orgullo español y su dios crucificado, también lo hicieron en la Historia, ya que se desconoce cuál fue el destino del gran guerrero Tzilacatzin. Su desprecio por los que llegaron a someter a su gente fue tan legendario como el de aquellos temibles guerreros aztecas que se inspiraban en el águila y el jaguar para entrar en combate. Las leyendas a veces dejan un rastro desconocido a sus espaldas, por ello es que Tzilacatzin fue el hombre al que la conquista jamás alcanzó.
Fuente: Culturacolectiva.com