Durante décadas, «desarrollo» se ha entendido como antónimo de «rural».
Eso ha contribuido, al menos en América Latina —y el Caribe— a un cierto olvido, a una falta de integración del campo. Pero primero hay que redefinir qué es el campo y entender —todos: Gobiernos, empresas y ciudadanos— que puede haber una ruralidad «moderna», sostenible y al tiempo respetuosa con las tradiciones y culturas.
La brecha entre las grandes ciudades y las zonas rurales es grande en prácticamente todos los países. En las primeras se ha avanzado en lucha contra la pobreza y el hambre, salud… y las segundas se quedan rezagadas. Por un lado hay una industria competitiva enfocada a la exportación, con acceso a tierras de calidad, y luego hay campesinos con tierras peores, a los que les falta acceso a los servicios básicos. Las diferencias dentro de los países son enormes.
No se trata tanto de repensar los sistemas productivos como de adecuarlos a la modernidad, hay muchas actividades de valor agregado, marketing, servicios… que se pueden llevar a cabo en el campo. Pero para eso hay que llevar internet, cultura, vías de comunicación, porque el riesgo de que los jóvenes vayan a las ciudades sin preparación adecuada es que pasen de ser pobres a ser «aún más pobres.
Pero en toda esta dualidad rural hay un concepto equivocado: en México una pequeña aldea de 2.501 habitantes se considera urbana, aunque la mitad de su población viva de la agricultura. Lo mismo en Chile. Es definición hace que el ámbito rural (y sus problemas) queden minimizados por las estadísticas y eso condiciona los recursos que se destinan.
El Programa Mundial de Alimentos (PMA), centrado tradicionalmente en llevar asistencia alimentaria, quiere seguir haciéndolo mediante los programas de alimentación escolar, pero con otro enfoque: Si lo que se da a 96 millones de niños en la región se comprara a pequeños productores, habría un mercado cautivo grandísimo para estos: Brasil ya lo hizo de forma muy eficiente, pero también ir más allá y buscar integrar a las poblaciones rurales en los mercados a través de redes de protección social contra la pobreza.
Porque la pobreza (y el hambre, y la malnutrición, y los problemas de salud…) afectan mucho más a quienes viven en el campo. Y más todavía a las poblaciones indígenas. Sigue habiendo una idea en ciertos sectores de que si el territorio es de una comunidad indígena se puede más o menos disponer de él como si no lo habitara nadie, por suerte hoy día estos pueblos y los actores ambientales han aprendido a usar las herramientas de una democracia: recursos legales, acción política, prensa… Pero la brecha era tan grande que a pesar de los avances las desigualdades son enormes.
Se debe fomentar una ruralidad dinámica, innovadora, pero llevamos 70 años con estrategias de desarrollo que buscaban superar lo rural, y eso no se cambia de un día para otro, esto implica vencer muchas resistencias, porque hay quienes se benefician políticamente de que las cosas sigan siendo como son. Y tenemos que vencerlas por medios democráticos, que son más lentos, pero son los únicos posibles.