Quizá no sea casual que en una época como la nuestra, tan llena de producción y consumo, procrastinar sea una de nuestras actividades predilectas.
En los últimos 10 o 15 años, la palabra “procrastinar” ganó en uso y popularidad, especialmente en los medios anglosajones y, por contagio, después en otros idiomas como el nuestro. Sólo como un apunte más o menos especializado cabe decir que no se trata, sin embargo, de un anglicismo, pues como documentó Gabriel Zaid con notable erudición, “procrastinar” es una palabra que proviene directamente del latín y que la Real Academia Española incluyó en su diccionario desde 1989.
Una de las primeras características que cabría atender respecto del gusto contemporáneo por la palabra “procrastinar” es su relación estrecha con el auge de Internet y las prácticas digitales. El contagio señalado anteriormente del inglés al español y otras lenguas se explica por esto mismo. A pesar de su rareza y hasta de su condición de semicultismo, la palabra es popular en inglés, español o francés en buena medida porque ha sido popular en Internet desde hace ya varios años.
En la vida diaria, procrastinar casi siempre es una respuesta que tenemos frente a la obligación. En vez de hacer el trabajo que tenemos que hacer, revisamos nuestro Facebook, como si algo hubiera cambiado en esa media hora que transcurrió desde la última vez que lo hicimos, o miramos videos en YouTube, likeamos GIFs en Tumblr, hacemos una playlist en Spotify o leemos la nota que todo el mundo está compartiendo esa mañana. Quizá las posibilidades de procrastinación que ofrece Internet no sean infinitas, pero sin duda sí son inagotables, tanto que a veces podemos terminar hastiados de tanta procrastinación, ahítos mucho más allá de la saciedad y aún así con la impresión de que podríamos seguir consumiendo.
¿Por qué razón si Internet es también, en otro sentido, un recurso de enorme potencial, con ambiciones que en algo recuerdan los proyectos humanísiticos del Renacimiento, parece ser que lo que más destaca son sus posibilidades de procrastinación?
El problema, claro, no es de Internet en sí, sino del uso que le damos, el cual, como casi todo de lo que sucede en nuestras sociedades, tampoco se puede entender aislado, sino sólo en relación del contexto en el que se desarrolla y donde surgen sus posibilidades mismas de existencia.
La pregunta de por qué procrastinamos quizá podría formularse de otra manera, más sencilla: ¿por qué nos distraemos? Hasta cierto punto es comprensible que la obligación provoque en nosotros el efecto de la resistencia. En un sentido romántico, procrastinar podría verse casi como un acto contestatario ante la imposición de una forma de vida basada en la producción imparable.
La realidad, sin embargo, podría ser menos optimista, porque a fin de cuentas distraernos es una forma de eludir lo que de cualquier forma está ahí y seguirá estando para cuando nos cansemos de recorrer por enésima ocasión nuestro feed de Facebook. ¿Qué? Nuestra vida, de la que quizá apartamos la mirada porque no termina de agradarnos, de ser como quisiéramos, de tener lo que nos gustaría. ¿Pero entonces? ¿No sería mejor reconocer que nuestro trabajo nos aburre o nos desespera? ¿No sería mejor darnos cuenta de que queremos hacer algo pero hay algo que nos lo impide? ¿No sería mejor, para decirlo brevemente, vivir de verdad o al menos preguntarnos por qué no lo hacemos?
Antes decíamos que la procrastinación podría considerarse una manera de lidiar con el miedo a la muerte, lo cual puede ser cierto, al menos como una forma de elusión. Sin embargo, siguiendo la lectura que Byung-Chul Han hace de la conocida dialéctica del amo y el esclavo de Hegel, quizá cabría decir también que procrastinar es un acto emanado plenamente de “la mera vida”, la vida del esclavo, el miedo a la libertad que también podemos encontrar en autores tan distintos como Étienne de La Boétie y Jean-Paul Sartre. Procrastinar sería entonces no hacer lo que tenemos que hacer pero tampoco hacer algo que nos acercaría a eso que sí queremos hacer. En su ensayo, Han recuerda a los no-muertos de El holandés errante, la ópera de Wagner, que son como espectros que no viven pero tampoco han muerto, sino que se encuentran en ese limbo intermedio que, por otro lado, tanto se parece a los períodos en que procrastinamos, ese tiempo muerto que no es trabajo ni ocio y del que nos parece tan difícil salir, como si esta fuera una decisión ajena a nuestra voluntad.
En el discurso, si nos preguntaran, todos diríamos que queremos ser libres, que queremos realizar nuestro deseo, ¿pero qué tanto hacemos para llevar esas palabras a los actos? ¿O qué tanto conocemos ese deseo como para encauzarlo en la realidad, más allá de los pensamientos y las supuestas intenciones? ¿Y qué sería de este mundo, tu mundo, si le perdiéramos el miedo a la vida auténtica?
Vía: Pijamasurf.com
Twitter del autor: @saturnesco